La apertura de la exposición “Mariana Yampolsky: la mirada contra el olvido” promete recuperar una de las obras fotográficas más sensibles y decisivas de América Latina.
Mientras la Ciudad de Buenos Aires se prepara para inaugurarla el viernes 5 de diciembre, siento que se vuelve imprescindible volver a preguntarnos qué significa recordar a través de una imagen y por qué, a cien años de su nacimiento, la obra de Yampolsky sigue interpelando con la fuerza de lo vivo.
Una fotografía nunca es solo un recorte: es un gesto de presencia, afirmaba Yampolsky, y esa idea —tan simple como expansiva— parece atravesar cada una de las piezas seleccionadas para esta muestra centenaria.
Su frase, repetida por colegas y estudiosos, funciona hoy como faro para revisitar un trabajo que no buscó exotizar ni documentar desde la distancia, sino acompañar.
La exposición, organizada por el Ministerio de Cultura de la Ciudad junto a la Embajada de México en Argentina y la Secretaría de Cultura mexicana, desembarcará en la sede Palacio Noel del Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco (Suipacha 1422).
Allí, en pleno barrio de Retiro, se desplegarán algunas de las imágenes más representativas de una artista que hizo de la fotografía una forma de vínculo, una manera de acercarse al otro sin invadirlo.
Podrá visitarse hasta el 15 de marzo de 2026, un dato que me resulta significativo porque invita a pensar la muestra no como un evento efímero, sino como una oportunidad prolongada de reflexión cultural.
La vida de Yampolsky —nacida en Chicago en 1925 y naturalizada mexicana— estuvo marcada por un impulso constante: retratar aquello que se desvanece, aquello que la modernidad amenaza con dejar atrás.
Desde mediados del siglo XX recorrió México entero, con especial interés en las comunidades rurales e indígenas.
Sus fotografías no solo capturan rostros y paisajes, sino historias completas, silencios, gestos, ritualidades mínimas que revelan un universo.
No es casual que su archivo visual se haya convertido en un punto de referencia para la fotografía documental latinoamericana.
Me detengo en ese dato: mientras muchos fotógrafos trabajaban para revistas o proyectos puntuales, Yampolsky eligió el camino inverso. Su archivo fue creciendo como una suma de encuentros, de caminatas, de conversaciones en pequeños poblados.
Su cámara no funcionaba como un instrumento de distancia, sino como una extensión de su sensibilidad. De hecho, especialistas del Centro de la Imagen de México —institución donde se resguarda su fondo documental, reconocido por la UNESCO como patrimonio de la humanidad— destacan que su obra constituye “un testimonio insustituible de formas de vida que hoy enfrentan transformaciones profundas”.
Ese carácter testimonial aparece con fuerza en la selección que llegará a Buenos Aires: retratos de niños, mujeres y trabajadores rurales; escenas de mercado; celebraciones comunitarias; manos curtidas sosteniendo instrumentos, mazorcas, tejidos; miradas que transmiten una mezcla de serenidad y firmeza.
Cada fotografía parece operar como una ventana hacia un tiempo que no desapareció del todo, pero que se encuentra en tensión.
También encuentro especialmente relevante la curaduría propuesta para esta muestra, que busca enfatizar la relación entre memoria e identidad.
Las obras de Yampolsky no se limitan a mostrar una estética impecable —que la tienen— sino que invitan a repensar qué significa convivir con tradiciones milenarias en un continente atravesado por desigualdades, migraciones internas y aceleradas transformaciones culturales.
La fotógrafa no romantizó la pobreza ni estetizó la marginalidad: eligió mirarlas con dignidad, algo que en el ecosistema fotográfico actual sigue siendo un desafío imprescindible.
Más allá del plano artístico, la muestra llega acompañada de un contexto institucional que subraya su valor.
La articulación entre la Ciudad de Buenos Aires, la Secretaría de Cultura de México y su Embajada refuerza un vínculo cultural histórico entre ambos países. Yampolsky, justamente, encarna esa condición binacional: formada en Estados Unidos, pero profundamente mexicana por decisión y por compromiso.
Su obra se vuelve un puente entre identidades, una evidencia del mestizaje cultural que define a nuestra región.
Quienes visiten el Museo Fernández Blanco también encontrarán información detallada sobre su técnica, su labor pedagógica y su influencia posterior en generaciones de fotógrafos.
En las últimas décadas, numerosas exposiciones internacionales retomaron su legado, destacando la vigencia de su mirada en un presente atravesado por debates sobre representación, memoria y justicia social.
En un momento en que las imágenes circulan con velocidad vertiginosa, detenerse frente a las de Yampolsky es, de algún modo, un ejercicio de desaceleración.
El museo, además, ofrece horarios amplios —de lunes a viernes de 11 a 19 h y fines de semana de 11 a 20 h— y tarifas accesibles para permitir que más personas accedan a la experiencia.
Los miércoles la entrada es gratuita, y diversos grupos —jubilados, excombatientes de Malvinas, estudiantes y personas con discapacidad, entre otros— también ingresan sin cargo.
Me parece fundamental destacar ese gesto: el arte, sobre todo cuando habla de memoria colectiva, necesita puertas abiertas.
La obra de Mariana Yampolsky nos recuerda que cada fotografía puede ser una forma de reparación, una manera de honrar aquello que, sin registro, correría el riesgo de desaparecer.
Su mirada, cálida y tenaz, regresa hoy a Buenos Aires no como un simple homenaje, sino como una invitación a volver a mirar el mundo con respeto y profundidad.
